Llevaba meses pensando en escribirlo, pero siempre acababa
dudando de que fuera pertinente. El domingo por fin lo decidí y hoy lo tengo
aún más claro, no solo es oportuno, sino que es una deuda que debo saldar sin
esperar más tiempo, por eso hoy, en el decimoséptimo día del quinto mes de esta
nueva era, pongo en mi teclado y en mi pantalla lo que llevo en este corazón
desordenado:
He tenido mucha suerte en esta vida, frente a quienes
reniegan de los suyos, frente a quienes nada bueno pueden recordar, frente a
quienes no pudieron siquiera tenerlos, yo he tenido maestros que merecerían
todos y cada uno de ellos un espacio propio bastante más extenso que estos
párrafos. Me enseñaron mucho, todo cuanto soy (y aún más que acaso no he
logrado aprovechar) pero en estos tiempos en que ser maestro parece
delincuencia o cuando menos actividad sospechosa, en que parece debiéramos
asumir su condición de estafadores, de ciudadanos aprovechados de otros
ciudadanos a los que depauperan y hacen menguar por su incumplimiento, yo debo
decir que he sido enormemente afortunada, porque además de lo que podáis ver en
mí, me enseñaron algo crucial para estos tiempos: Para enseñar hacen falta dos cosas, una persona con ganas de guiar mostrando lo que sabe
a otra con ganas de aprender, el resto es deseable, pero enteramente
secundario.
Desde aquella primera maestra, madre, que me enseñaba las
letras en los viejos periódicos sobre el suelo recién fregado y cuya sonrisa
aún hace rescoldo, hasta cualquiera de los especialistas que hoy escucho en los
congresos profesionales, a todos
aquellos que me han enseñado les une algo, su profundísimo amor por lo que
saben y su profundo respeto por el resto de los seres humanos. Solo por eso yo
he estado en la disposición de recibir y, solo por eso he podido recibirlo.
Recuerdo mi primer
colegio en el piso bajode 40 m en un bloque de viviendas en una barriada aislada
del mundo, la cocina transformada en despacho de dirección, la mezcolanza de
edades, condiciones y disposiciones de todos, padres, niños y maestros; recuerdo el otro primero, aquel en que empecé
a tomar conciencia de disparidades ideológicas y sociales, acudía al principio
cada tarde, con la silla de casa y un puñado de galletas pero mi maestra nos
hacía entender sobre una pizarra pintada a brochazos negros sobre un muro, o
con unos recortables de elaboración casera, la metamorfosis de las ranas y el
estómago de los rumiantes. También con recortables nos enseñaron un francés que
aún hoy me es útil para entenderme con colegas extranjeros. La era digital no
estaba lejos sólo porque faltasen años, sino porque faltaba hasta la luz
eléctrica bien a menudo, porque no había ni lugar donde enchufar un proyector.
Y no, no imaginéis que hable de mucho tiempo atrás, ni de una aldehuela perdida
en el monte, estábamos a doce kilómetros de Madrid en plenos setenta, apenas
unas décadas…
Completada la EGB tocó cambiar de barrio, de docentes, como
dicen ahora quienes en el colmo de la modernez han decidido que sobran muchos. También
entonces tuve la fortuna de topar con alguien que me dijo: No te lo aprendas hasta que no lo hayas comprendido. Parece baladí,
pero aquella señora pretendía que usara el pensamiento y la reflexión; hasta
tuvo la desfachatez de darme un sobresaliente en un ejercicio contándole a toda
la clase que, aunque estaba en total desacuerdo conmigo, se lo había explicado
tan bien que no podía darme otra nota. Podéis imaginar la perplejidad no solo
mía, sino de mis buenas compañeras, también habituadas a las técnicas memorísticas.
A ella se unieron
profesores de literatura que nos llevaban al mercado de abastos, profesores de
matemáticas que nos sacaban de marcha hasta El Escorial (en la sierra de
Madrid) o profesoras de química que nos sentaban en la cocina de su casa
durante el mes de junio porque estábamos allí más fresquitas que en el barracón
prefabricado donde hubiera tocado acabar el curso, alguna vez hasta nos tuvo
hecha una jarra de limonada fresca cuando llegamos…
Fue al llegar a la
Universidad, aquel lugar que debería haber sido la culminación de toda esta
aventura vital, donde me di de bruces con otra realidad, con unos modos con que
otros, menos afortunados que yo, incluyendo a mis propios hermanos menores,
llevaban bregando algunos años. Personas dogmáticas, desganadas, rutinarias y
tristes que estuvieron a punto de arruinar definitivamente mi interés. Por
fortuna no todos eran así y además yo guardaba en mi memoria los recuerdos de
Angelines, de Lorenzo, de Rosa Mari, de Victoria, de Millán, de Esperanza, de Maria
Luisa y Mari Luz…
Ahora que soy
adulta, asisto con tristeza a la experiencia pretendidamente educativa de mi
hijo o de los hijos de mis amigos, compruebo cómo se los penaliza por resolver
un ejercicio con un sistema distinto del esperado por el profesor, como se les
obliga a memorizar una materia que nunca aplicarán, pero que desconocen hasta
bien entrada la adolescencia como redactar una carta o como dibujar el croquis
de una habitación. Y me siento como una verdadera intrusa, como una
extraterrestre por pretender que no sea así. A ratos incluso culpable.
Lo lamentable de
todo esto es que alguno pueda llegar a creer que lo que cuento venga a
demostrar que no son necesarios los medios actuales, los ratios por aula y
otras condiciones que nuestro gobierno actual pretende dinamitar bajo el
pretexto de la crisis económica. Pues si así puede entenderse es que no me he
explicado bien: Mis profesores hacían todo aquello no porque no quisieran nada
mejor. ¡Claro que lo querían! Por eso usaban su ingenio y su cariño para llegar
donde necesitaban. ¡Qué no hubieran conseguido de cualquiera de nosotros si
además hubieran gozado de otras circunstancias!… Lo que realmente diferenciaba
a mis profesores de muchos docentes actuales eran sus ganas, su vocación, su
ilusión de algo mejor, de un futuro diferente para todos nosotros.
Lo que hace torpes,
rutinarios o directamente malos a muchos docentes de hoy en día (y sé que algún
amigo puede costarme esta afirmación) es precisamente la desgana, la falta de
motivación y de vocación. En el sistema educativo español han ido quedándose
poco a poco personas que no pudieron encontrar acomodo laboral en otros
sectores, que acabaron “agarrándose” a la enseñanza porque no encontraban sitio
“en lo suyo”, en lo otro. Y el sistema les abría las puertas por esa visión
papanatas de que a más título mejor, ignorando esa sencilla máxima de que no
enseña más quien más sabe, sino quien mejor lo cuenta. Así, nuestras aulas se
han llenado de jóvenes frustrados, poco o nada dotados para las relaciones
personales. Sí que hay, claro, y es justo reconocerlo, quienes en este ejercicio profesional descubren
un camino, una segunda vocación tan viva o más que la que creían tener cuando
comenzaron su andadura, pero para desgracia de todos, no son mayoría y siento decirlo así, pero es
lo que percibo diariamente.
Alguien que vive resignado, sin ilusiones, sin motivación, que
además carece de condiciones materiales y emocionales, muy difícilmente va a
transmitir entusiasmo, muy difícilmente va a hacernos pensar que aquello sobre
lo que habla merece la pena. No bastaría siquiera que fuese buen actor.
Una sociedad que en
verdad se quiere sana debería cuidar a aquellos sobre cuyas espaldas carga el
peso del saber para sus generaciones futuras. Apartará cuidadosamente a quienes
pueden perjudicar ese cultivo, se esmerará en preservar esa esencia valiosísima
y escasa que permita continuar el camino con buen o mejor pie.
Precarizar aún más
las condiciones sin limpiar lo que de verdad está defectuoso en nuestros
sistemas de enseñanza no solo no consigue mejorar lo que tenemos, sino que hará
que ni muchos de los que verdaderamente quieren enseñar, ni de los que de
verdad desean aprender logren hacerlo. No solo no mejorará el rendimiento material
de la actividad, sino que significará aún más dispendio a medio y largo plazo,
por no decir que tendrá consecuencias irreversibles; la vida no vuelve atrás,
no todo lo que se rompe puede repararse más tarde.
Seguramente este escrito, que quería ser un
homenaje a mis profesores me ha salido tontamente reivindicativo. Es lo que
tiene enseñar a crear y a pensar, que algunos vamos y lo usamos. Supongo que
por eso nuestros dirigentes actuales tienen tanto empeño en que vayamos a peor,
no vaya a ser que le salgan muchos sujetos pensantes y entonces ¿Qué iba a ser
de ellos?