"Menos mal que existen los que no tienen nada que perder, ni siquiera la historia."

De ofensas y banderas

El viento de la sierra hace ondular el rectángulo de colores indefinidos que dormitaba prendido en lo alto de un mástil de unos ocho metros. Brazoleño recuerda que hace unos años, un edil inspirado, mando poblar de mástiles y banderas los  espacios de cuantas glorietas, rotondas y explanadas se le pusieron al paso. Olvidaba el buen hombre que aquellos tejidos brillantes necesitaban también un mantenimiento, alguien que los izara y arriase, que rehiciera dobladillos desflecados o repusiera las porciones que los elementos tuvieran a bien desastrar. Así las cosas, el recubrimiento de los postes se ha desprendido y deja a la vista la base de metal oxidado, los colores han mutado o se han ido diluyendo. Brazoleño, tiene difícil entusiasmarse ante lo que se parece mucho más a un trapo mal tendido en un patio vecinal que a la enseña patria.

Mientras, el sol desciende y el color de la tela en lo alto del mástil sigue perdiéndose, los jirones oscilan con menor alegría porque ya no hay viento. Se aproxima la noche y en estas distracciones, Brazoleño se plantea preguntas sin respuesta ¿Cuándo un trozo de tela pasa a ser venerable y cuándo deja de serlo? ¿Es el acto de trasladarlo desde el telar a lo alto de un poste? ¿Humillará la bandera el operario que cualquier día de éstos deba descolgarla? ¿Será afrenta quemarla? ¿Hay vertederos honorables para banderas donde éstas duerman su justo sueño para que nadie pueda profanarlas?
Recuerda entonces otras reliquias, harapos salpicados de manchas herrumbrosas o pardas en museos del mundo ¿En qué momento un trozo de tejido salpicado de sangre pasa de ser una guarrería a ser digna de custodia en las vitrinas? ¿Cómo sabía aquel que guardó el guiñapo que alcanzaría valores legendarios? ¿Y si mintió y las manchas procedieran de orígenes menos brillantes? ¿Llevarán centurias matándose por una falacia los congéneres de Brazoleño? Hay pringues de primera y de segunda, como hay tejidos, telas, trapos, pingos y andrajos...

Ironía y sarcasmo no ocultan la certeza de que en el fondo, lo que otorga valor al objeto es el sentimiento que se pone en él. Una bandera con sus colores es solo un modo de representación y, como tal, solo puede tener valor si se lo otorgamos nosotros. Como símbolo, necesita de un código de interpretación  y la comunicación de lo que representa necesita que los observantes conozcan y acepten esa representación como válida. Parece tan sencillo que Brazoleño no logra entender por qué tanto rasgar de vestiduras frente a un energúmeno o grupo de energúmenos quemando o pisoteando un trapo. ¿No bastaría retirarle el valor que nosotros mismos le hemos adjudicado como se lo retiramos un buen día para que el operario pueda descolgarlo y arrojarlo a la basura sin penalización, como se lo retiramos al instante siguiente de la pretendida afrenta para que las fuerzas del orden retiren los restos? ¿O es la condición de cenizas lo que despoja de valor al símbolo? Porque entonces, bastaría con ponernos de acuerdo, incinerarlas  todas desde ya y ocuparnos de otros menesteres.

Recuerda Brazoleño otra pieza claveteada con chinchetas en el techo de una habitación. Si alguien la estropease, si le prendiese fuego o la rompiera, Brazoleño sentiría un gran dolor, pero no mataría por ello, ni sentiría el impulso de denunciar el daño más allá de otros muchos que le hayan cabido en la vida. Siendo sincera, el fuerte encogimiento que pone en el pecho la sola idea de esos estragos, no es por el brillo, ni por el tamaño, ni siquiera por los colores que sí conserva esta  bandera. Son los recuerdos, las imágenes que ese rectángulo de pocos palmos cuadrados logra remover cuando lo mira. Pero sabe también que esos recuerdos no partirán cuando la obsolescencia del tejido lo convierta en el trapo que hoy todavía no es. Sabe también, que cualquier otra tela, con los mismos colores, no tendría el mismo efecto emotivo.

Brazoleño siente que lo que le conmueve no cabe en un tejido, cualquiera que sea el hilo que lo trama, siente que no es mejor su amor o su añoranza que la de cualquiera otro y que, después de todo, como dice el refrán, no ofende quien quiere. Basta que no queramos, que ocupemos el alma en otros menesteres, para que la pretendida ofensa pase a ser un acto majadero y sin sentido. El agresor nos ofende porque se lo permitimos, porque otorgamos valor a su acto y aceptamos el símbolo afrentoso que nos propone. Hay tanto que sentir y tan pocos tejidos que puedan envolverlo, que perderse en un quítame allá esa franja tiene el mismo valor que los tesoros que guardábamos en los bolsillos y que mamá llamaba porquerías cuando lavaba nuestros pantalones.