Una vez más, mientras revisa la prensa y escucha a los opinólogos del reino, Brazoleño percibe cuan lejos está de quienes en apariencia debería sentir como cercanos. Viene esta vez su sensación a cuento de las últimas noticias sobre Grecia y sobre su nuevo gobierno. Parece que a propios y extraños les incomoda sobremanera que el señor Tspiras no haya nombrado ninguna ministra. Ese acontecimiento se comenta en tertulias y redes sociales ocultando a ratos el apretón de tuercas que ya están iniciando los mercados sobre el recién nacido.
Si Brazoleño fuese aún más ingenua de lo que es, podría pensar que también los mercados lamentan la falta de paridad, pero no llegamos a tanto. Algunos de esos que tanto escándalo exhiben por la falta de mujeres en las listas de los griegos han acordado, por ejemplo, subvencionar escuelas donde se segregue a niños y niñas, aceptan una iglesia que no admite sacerdotisas y dedican sesudas disquisiciones a opinar sobre la altura de los tacones de Doña Letizia Ortiz en los actos oficiales. Son sencillamente, igualitarios de salón, pero no acaban nunca de bajar al ruedo.
Hace años, en sus primeras tomas de conciencia, Brazoleño escuchaba a aquellas que parecían saber más sobre derechos y se sentía torpe porque no alcanzaba a ver los beneficios de la paridad. Poco tiempo después tuvo la fortuna de vivir en sus carnes la bondad de tales ideas cuando fue elegida representante estudiantil por el sólido criterio de "Tenemos que poner por lo menos una chica, los de la complu tienen muchas" y a continuación "Ésta, que tiene los ojos verdes y va a primero" A Brazoleño le resultó evidente que los sólidos principios de sus electores distaban mucho de lo que ella quería pensar.
Tuvo la fortuna de encontrar en ese nuevo camino personas muy coherentes de uno y otro sexo, que no hacían su trabajo con las gónadas, sino con cerebro y esfuerzo mental y sintió confirmada aquella reflexión primitiva de que no era cuestión de nombrar sino al más capaz en cada caso. Pero cada vez que estos diálogos han vuelto a suscitarse en ámbitos como el educativo o el político, Brazoleño ha sentido de nuevo el tropiezo en la piedra de lo políticamente correcto. Procura indagar en argumentos como "tenemos que darnos visibilidad" pero ni así. Y luego de aquello tan sofisticado de la discriminación positiva y de las listas cremallera, ha acabado asumiendo que lo suyo no es de este mundo.
No es que Brazoleño ignore cómo en muchos ambientes se presiona y condiciona a cada individuo en función de su género De los aparentemente inocentes"Los niños no lloran" "No seas chicazo" "Cuando venga tu padre..." a las ablaciones, las lapidaciones o los abusos de toda índole hay menos distancia de la que la geografía puede mostrar en un mapa. Pero ese conocimiento no hace que perciba en qué ayudó al respeto por las mujeres la presencia de Ana Mato o Leire Pajín en un ministerio. La profunda convicción de Brazoleño en la capacidad de muchos de sus congéneres no la adquirió mirándoles la forma y posición de los genitales, sino viéndoles ejercer sus labores, cualesquiera que fuesen. A Brazoleño no le cabe duda de que por ejemplo, todo amante de la biología considera eminente a Dianne Fossey, que no se le ha ocurrido plantearse dudas respecto a sus capacidades para la tarea que desempeñó- O en todo caso, tienen más dudas en cuanto a sus artes diplomáticas que a las derivadas de su condición femenina- y acaso les sorprenda saber que en pleno corazón de los Virunga, uno de los productos que solicitaba a la civilización eran barras de labios. Prescindiendo de sus enfoques políticos, no conozco a nadie capaz de rebatir la talla política de Margaret Tatcher, aunque le haya supuesto dar su nombre a una plaza en este Madrid, hoy en manos de una mujer que no parece aportar gran crédito a nuestro sexo. Hasta Brazoleño se sorprende de estar citando a esa persona tan lejana en fondo y forma a sus convicciones, pero es cierto que Mrs. Tatcher llegó donde llegó sin cremalleras, sin cuotas y sin renunciar a sus faldumentos ni a los quintales de laca en su cabello. ¿Quién en su sano juicio le hubiera denegado el acceso?
El trato justo y equitativo nace desde el hogar, desde la escuela, desde las aceras del barrio y es allí donde deberíamos poner el acento. Si una familia griega debe elegir entre calentarse o comer, dudo muy seriamente que les importe que quien resuelve esa papeleta lleve bajo la cremallera de su bragueta unos gallumbos o unas bragas. Las únicas cremalleras que cobren importancia serán las de las ropas que les abrigan mientras tanto. Seguro que había algunas mujeres griegas que podían resultar buenas ministras, como puede haber algunos hombres que quizá habrían desempeñado mejor los cargos para los que se ha designado a éstos que hoy nos cuentan. El tiempo dirá si hacen bien o mal su tarea y ese será el verdadero meollo de la cuestión. Que los niños griegos puedan ir a las escuelas a aprender quienes eran Diane Fossey o Margaret Tatcher y decidir si quieren emularlas e incluso superarlas y que no importe qué postura toman para ir al baño, sino cuanto valen para esa emulación.
No piensa Brazoleño en la inutilidad de una lucha contra el sexismo de cualquier signo, sino que se opone muy sinceramente a que esa lucha sea solo aparente. Brazoleño no anhela intercambiar una cuadrícula por otra. Si ayer no podía haber mujeres en ciertos puestos, que las haya ahora a toda costa no es más que un signo de impotencia, de asunción de la incapacidad de que eso vaya sucediendo por su propio peso. No, las mujeres europeas no necesitamos cuotas preestablecidas ni pensamiento unidireccional, aunque sea en una dirección distinta de la anterior, necesitamos que nos sea igual de difícil acceder a cada puesto. Convencida como está desde muy niña de no valer más ni menos que cualquiera de los machos con que se relaciona cada día, Brazoleño no quiere estar ahí porque toca intercalar una vagina en el dentado de la cremallera con que se cierra la auténtica equidad de trato.
Si Brazoleño fuese aún más ingenua de lo que es, podría pensar que también los mercados lamentan la falta de paridad, pero no llegamos a tanto. Algunos de esos que tanto escándalo exhiben por la falta de mujeres en las listas de los griegos han acordado, por ejemplo, subvencionar escuelas donde se segregue a niños y niñas, aceptan una iglesia que no admite sacerdotisas y dedican sesudas disquisiciones a opinar sobre la altura de los tacones de Doña Letizia Ortiz en los actos oficiales. Son sencillamente, igualitarios de salón, pero no acaban nunca de bajar al ruedo.
Hace años, en sus primeras tomas de conciencia, Brazoleño escuchaba a aquellas que parecían saber más sobre derechos y se sentía torpe porque no alcanzaba a ver los beneficios de la paridad. Poco tiempo después tuvo la fortuna de vivir en sus carnes la bondad de tales ideas cuando fue elegida representante estudiantil por el sólido criterio de "Tenemos que poner por lo menos una chica, los de la complu tienen muchas" y a continuación "Ésta, que tiene los ojos verdes y va a primero" A Brazoleño le resultó evidente que los sólidos principios de sus electores distaban mucho de lo que ella quería pensar.
Tuvo la fortuna de encontrar en ese nuevo camino personas muy coherentes de uno y otro sexo, que no hacían su trabajo con las gónadas, sino con cerebro y esfuerzo mental y sintió confirmada aquella reflexión primitiva de que no era cuestión de nombrar sino al más capaz en cada caso. Pero cada vez que estos diálogos han vuelto a suscitarse en ámbitos como el educativo o el político, Brazoleño ha sentido de nuevo el tropiezo en la piedra de lo políticamente correcto. Procura indagar en argumentos como "tenemos que darnos visibilidad" pero ni así. Y luego de aquello tan sofisticado de la discriminación positiva y de las listas cremallera, ha acabado asumiendo que lo suyo no es de este mundo.
No es que Brazoleño ignore cómo en muchos ambientes se presiona y condiciona a cada individuo en función de su género De los aparentemente inocentes"Los niños no lloran" "No seas chicazo" "Cuando venga tu padre..." a las ablaciones, las lapidaciones o los abusos de toda índole hay menos distancia de la que la geografía puede mostrar en un mapa. Pero ese conocimiento no hace que perciba en qué ayudó al respeto por las mujeres la presencia de Ana Mato o Leire Pajín en un ministerio. La profunda convicción de Brazoleño en la capacidad de muchos de sus congéneres no la adquirió mirándoles la forma y posición de los genitales, sino viéndoles ejercer sus labores, cualesquiera que fuesen. A Brazoleño no le cabe duda de que por ejemplo, todo amante de la biología considera eminente a Dianne Fossey, que no se le ha ocurrido plantearse dudas respecto a sus capacidades para la tarea que desempeñó- O en todo caso, tienen más dudas en cuanto a sus artes diplomáticas que a las derivadas de su condición femenina- y acaso les sorprenda saber que en pleno corazón de los Virunga, uno de los productos que solicitaba a la civilización eran barras de labios. Prescindiendo de sus enfoques políticos, no conozco a nadie capaz de rebatir la talla política de Margaret Tatcher, aunque le haya supuesto dar su nombre a una plaza en este Madrid, hoy en manos de una mujer que no parece aportar gran crédito a nuestro sexo. Hasta Brazoleño se sorprende de estar citando a esa persona tan lejana en fondo y forma a sus convicciones, pero es cierto que Mrs. Tatcher llegó donde llegó sin cremalleras, sin cuotas y sin renunciar a sus faldumentos ni a los quintales de laca en su cabello. ¿Quién en su sano juicio le hubiera denegado el acceso?
El trato justo y equitativo nace desde el hogar, desde la escuela, desde las aceras del barrio y es allí donde deberíamos poner el acento. Si una familia griega debe elegir entre calentarse o comer, dudo muy seriamente que les importe que quien resuelve esa papeleta lleve bajo la cremallera de su bragueta unos gallumbos o unas bragas. Las únicas cremalleras que cobren importancia serán las de las ropas que les abrigan mientras tanto. Seguro que había algunas mujeres griegas que podían resultar buenas ministras, como puede haber algunos hombres que quizá habrían desempeñado mejor los cargos para los que se ha designado a éstos que hoy nos cuentan. El tiempo dirá si hacen bien o mal su tarea y ese será el verdadero meollo de la cuestión. Que los niños griegos puedan ir a las escuelas a aprender quienes eran Diane Fossey o Margaret Tatcher y decidir si quieren emularlas e incluso superarlas y que no importe qué postura toman para ir al baño, sino cuanto valen para esa emulación.
No piensa Brazoleño en la inutilidad de una lucha contra el sexismo de cualquier signo, sino que se opone muy sinceramente a que esa lucha sea solo aparente. Brazoleño no anhela intercambiar una cuadrícula por otra. Si ayer no podía haber mujeres en ciertos puestos, que las haya ahora a toda costa no es más que un signo de impotencia, de asunción de la incapacidad de que eso vaya sucediendo por su propio peso. No, las mujeres europeas no necesitamos cuotas preestablecidas ni pensamiento unidireccional, aunque sea en una dirección distinta de la anterior, necesitamos que nos sea igual de difícil acceder a cada puesto. Convencida como está desde muy niña de no valer más ni menos que cualquiera de los machos con que se relaciona cada día, Brazoleño no quiere estar ahí porque toca intercalar una vagina en el dentado de la cremallera con que se cierra la auténtica equidad de trato.