Cuando niña, la bolsa de la compra ocupaba un rincón del
dormitorio pequeño en casa de los abuelos. Era un armatoste de cuero negro y
duro que siguió sobreviviendo hasta bien pasada mi adolescencia. Luego pasó a
ser espuerta para patatas. Cada semana, la abuela o la tía nos la reclamaban y
salían con ella al mercado para volver con el monstruo más o menos abarrotado
de paquetes de papel de estraza o de periódico que ayudábamos a sacar y a
desenvolver, para ir ubicando el género en la nevera.
Cuando tocaba, nos enviaban
“donde Belmonte” con una botella de cristal que el bodeguero enjuagaba con su
grifo de presión y rellenaba luego de vino blanco directamente de la tinaja.
Tres cuartos de lo mismo sucedía con el aceite -¡Ay aquella manivela fascinante que
hacía descender un émbolo bajo el mostrador, que regresaba luego cargadito del
líquido verdoso y volvía a bajar para llenar la botella!- y poco más o menos
con la lechera de aluminio, que aún conservamos en casa reconvertida en
recipiente para el azúcar...
-Dos litros de leche. Y Blas-no sin antes burlarse de mí un
rato, aprovechando que era algo mayor que yo-tomaba los jarrillos de medir y
llenaba el envase, sacando el blanco líquido de las cántaras.
-No vayas a tirarla por el camino, enana.
Un buen día empezaron a preocuparse por nuestra salud y
nuestra higiene, aunque a decir verdad, en el barrio nunca había pasado nada, y
la familia de Blas tuvo que venderles la leche de sus vacas a lactarias que la
esterilizaban o pasteurizaban. Ya no volví a tener que vigilar la cazuela para
aflojar el fuego y esperar que subiera tres veces antes de apagar, ni pude
ponerme la rebanada de pan con nata que me había ganado por mi paciente
colaboración.
Tampoco desenvolví más los paquetes de estraza con los
garbanzos, ni devolví los cascos de las botellas, aunque en casa siguieron
reutilizándose para enfriar agua en verano. Había llegado el progreso.
Seguimos progresando muchos años, los pañuelos pasaron a ser
“clínex”, primero solo blancos, hoy los ilustra Ruiz de La Prada o llevan
reproducciones de los genios del Prado y huelen a mentol, a lavanda o a rosas,
aunque sean igualmente para llenarlos de mocos. El precioso pañuelo de hilo que
llevaba papá en el bolsillo de su traje de novio, se apolilla en una caja junto
a sus gemelos y su llavero.
Poco a poco hemos ido convenciéndonos, con la solícita ayuda
de las autoridades competentes, de lo necesario que es alejar de nuestros cuerpos y almas
todo residuo de provincianismo y con ese alejamiento, hemos ido despegando
también los pies de esta Tierra que nos lleva para entrar en una espiral que
conduce, seguramente, a la catástrofe. Todo se desecha, todo entra en
obsolescencia y todo debe actualizarse, pero lo y los que se quedan atrás no
tienen hueco. Ni lo hay para pañuelos, envoltorios o bolsas, ni apenas para
abuelos o bodegueros que suministren los productos a granel... O bueno, sí, por
un módico incremento del presupuesto familiar en varios cientos de euros
mensuales, podemos volver a comprar los garbanzos en preciosísimas
tiendas vintage con marchamo de ecofriendly que viene queriendo decir que si no
es usted memo, empieza a parecerlo y yo voy a sacar partido de ello.
No sé si sabré hacerme entender,porque no rechazo la toma de conciencia y las informaciones sobre los daños al planeta, pero si era insano que el
señor Emilio me vendiera los garbanzos servidos con su teja de chapa y ataviado
con su impecable mandil blanco, se me hace difícil entender porqué ya no lo es
que me los sirva Noemí, la ecologista de la tienda verde. Tampoco se me alcanza
qué mágico proceso bioquímico hace fiable el jabón artesano de Maripepa frente
al veterano jabón casero de aceite usado de la abuela Fermina, ni acabo de entender
porqué las bien echadas piezas de las sábanas que tendía Matilde en la azotea
de enfrente son menos reciclado que comprarse una falda usada en el
establecimiento de Malasaña.
Una, que ya peina muchas canas, siempre ha pensado que
malgastamos decenas de cosas cada mes, que abusamos más que usar y que nunca
están de más llamadas al buen sentido, pero qué quieren que les diga, cuando me
cuentan que me van a cobrar cinco céntimos por las bolsas del súper que yo
nunca pedí que se implantaran (y que permiten al establecimiento hacerse publicidad
a mi costa) o que es culpa mía que el mar esté lleno de microesferas plásticas,
recuerdo que jamás he usado una crema exfoliante. Mientras me llaman al orden
por cambiar de móvil, la propia administración me insta a usar apps que
requieren un teléfono más moderno que el que llevo y que todavía está en buen uso... Y así todo, por lo que empiezo a temerme lo peor, que estén introduciendo un
nuevo producto- todavía no sé si uno o varios- que remediará los cargos de
conciencia que me han inducido en los últimos tiempos, pero que seguirá sin
resolver el problema real, los modos de usar. Porque admitámoslo, amiguitos, al capital NO LE INTERESA mi consumo
responsable y comedido, sobre todo comedido, ni el de ustedes; sencillamente,
se da cuenta de que por ahí no le queda mucho recorrido y da un giro de volante
para llevarnos a otro recorrido igualmente ventajoso para los de siempre. Ventajoso
al menos a corto o medio plazo.
Con esto no quiero decir que yo no vaya a agobiarme- y
mucho- por cómo estamos dejándoles el planeta a las generaciones que, si
pueden, vendrán detrás ni que no debamos hacérnoslo mirar y mucho. Quiero
decir, que ya hace tiempo que en casa reutilizamos lo posible (a veces hasta lo
imposible) que no corremos a las rebajas como posesos y que seguimos rescatando
el agua de la ducha para el inodoro. Buscamos más modos de reducir nuestras
huellas perniciosas y agradecemos las sugerencias al respecto, pero en serio, el
circo es circo, aunque lleve etiqueta verde y lo promueva la ONG mejor
intencionada de este mundo.